Tenemos en nuestras manos algo cercano a la materia de un testamento, el testamento literario y vital de un escritor que, al igual que otros donan su cuerpo a la ciencia, ha querido donarnos todos sus bienes (y algunos de sus males) a quienes queramos, podamos y sepamos leerlos. Entendiendo que si la escritura ha de ser un acto de transformación por el que pasa voluntariamente el escritor, leer debería poder ser, a su vez, un acto de incorporación que transforme tanto el texto como a aquel que lo reciba. Ese proceso, simétrico aunque no equidistante, está marcado no por certezas, sino por preguntas: ¿Para qué sirve contar la propia historia? ¿Para qué sirven los cuentos, las cuentas? ¿Cuál es la relación entre el sentido y el silencio, entre el silencio y la propia escritura? Preguntas que, aunque alcancen atisbos de respuesta, no deberían cerrarse nunca definitivamente, sino abrirse periódicamente ¿con qué finalidad? La de continuar, simplemente la de continuar: buscando, encontrando. En definitiva, escribiendo.
Simón Arriaga (Madrid 1962), licenciado en Psicología por la Universidad Complutense, ha trabajado casi siempre viajando y viajado siempre escribiendo. En ese trasiego, escribiéndose, es que fue poblando sus estanterías de manuscritos durante años. Inéditos en su enorme mayoría de edad y cantidad, apenas unos pocos han sido rescatados hasta la fecha: Mejor era cuando te vayas (Libros de Letras) de 1998, y la selección de su obra Después del silencio en 2010, dentro de la colección «Hazversidades poéticas» dirigida por Jaime Alejandre y publicada por Cuadernos del Laberinto. Además, ha hecho esporádicas apariciones en antologías generacionales, como Quinta del 63 en 2001, en la que entró, evidentemente, quitándose algo de edad para parecer más joven de lo que por entonces era.